Moverse en la ciudad, por más problemático que sea, siempre implica distancias cortas. Raramente el porteño realiza algún viaje que requiera desplazarse más de 50 kilómetros.
Cuando se va de vacaciones, muchas veces da la impresión que estuviera yendo al fin del mundo, a ese lugar en el horizonte en el cual cae el agua de los océanos – porque todos sabemos que la tierra es plana.
Se prepara la familia completa, juntan los bolsos o valijas, y salen a enfrentar lo desconocido. Ropa a granel, el infaltable equipo de mate, un par de CDs para ir variando la música entre los gustos del padre, la madre, y los hijos. Y finalmente, muy temprano, se sale a la ruta.
Los primeros 20 kilómetros transcurren sin mucha pena ni gloria. Los ánimos son buenos, hay cierto relajo en el hecho de estar alejándose de la ciudad. Podría decirse que ya se respira un “aire vacacional”. “¿No están contentos, chicos? ¡Nos vamos de vacaciones!” dice el padre, mientras mira a los hijos por el espejo retrovisor. “Vamos a hacer esto, y esto y esto. También podemos hacer esto y lo otro, y ¿por qué no? ¡Eso también!”. Cómo caen estos comentarios siempre depende de la edad de los “chicos” en cuestión. Los hijos chicos-chicos no le dan mayor importancia, y los adolescentes, tampoco, pero les molesta el hecho de haber tenido que levantarse temprano y encima, “¡viajar con los viejos!”.
Se van sumando kilómetros y las consecuencias empiezan a notarse. Ya no se puede escuchar la radio “de todos los días”. La primera opción es siempre buscar otra radio. Dependiendo del lugar en donde se encuentren, las emisoras pueden ser de folklore, de cumbia, o religiosas. Son esas tres opciones o recurrir a los CDs. El padre toma uno, lo pone en el estéreo y a los 5 minutos se produce la primer debacle del viaje. “¿No podemos escuchar otra cosa?” – dice alguno. Casi nunca los gustos musicales coinciden en un viaje familiar. Si la discusión se prolonga más de lo tolerable, los padres recurren a la decisión salomónica del “Bueno, entonces no escuchamos nada. ¿Todos contentos ahora?”. ¡No, papis! Esa decisión nunca conforma a nadie…pero ayuda a terminar con la discusión.
Kilómetro 150. Ya no se discute por la música. La radio está apagada. El gris del asfalto cedió a los distintos tonos verdosos o amarillentos de los campos, arboledas o pastizales que se suceden infinitamente. Los temas de conversación se van agotando, al punto tal de decir cosas como “Cuánto verde, ¿no?”. Ya no falta mucho para el “¿Cuánto falta, Pa?”. Paciencia.
Más allá de los 500 kilómetros, el ambiente dentro del auto se torna espeso. Empiezan las críticas mutuas entre piloto y copiloto del auto, las discusiones respecto al lugar en dónde almorzar, dos camiones adelante del auto y una curva detrás de la otra. Un auto que viene desde atrás se mete entre nosotros y el primer camión. La bocina que tocan. La cara de indignación. El grito no muy fuerte, pero desencajado de “¡MIRÁ A ESTE TIPO! ¿A DONDE VAS?”. Señal de luces y el humor que va cayendo en picada, inversamente proporcional al cansancio que ya se hace notar.
Por suerte pronto llegan a destino, pero las vacaciones recién comienzan…
Luego de bajar las valijas, bolsos y demás petates del auto, finalemente podemos decir que el porteño “llega de vacaciones”.
Este desembarco a destino no implica mayores cambios en los hábitos citadinos. Por ejemplo, se llega a un pueblo alrededor de las 22. Después de que se baña toda la familia, se ponen pitucones para salir a cenar afuera. “Vamos a cualquier lugar, total, mañana vamos a poder recorrer un poco más y ver otros lugares para ir a cenar o almorzar”, dice el padre. Salen caminando e ingresan al primer lugar que ven. Un restaurant de pueblo sin mucha gloria, sin tenedores de la guía Michelín, no hay Metre ni somelier. Pero esto no esproblema, vinieron a comer “comida regional”. El proteño siempre va a intentar jugarla de local en tierra foránea, pero pocas veces lo logra. Casi nunca piden algún plato típico del lugar, porque les resulta, lisa y llanamente, repugnante. “Milanesas de carpincho con ensalada” … ¿quién puede comer eso? Ven pasar un flan casero hacia otra mesa y se preguntan si el lugar habrá pasado los controles de bromatología municipales – si los hubiere. Cubiertos con mangos de plástico de distincos colores. Platos de vidrio Durex vasos todos iguales, independientemente de para qué se los use. Uno de los chicos quiere pedir la milanesa de carpincho, pero con puré de papas, “para probar”. Los padres fruncen el ceño, tratando de persuadir al joven o jóvena que lo haya pedido. No tienen éxito.
Mientras esperan a que llegue la comida, pispean los rollitos de manteca que vinieron en un potecito de metal con agua, un poco de pan de ayer y unos grisines que denotan humedad ambiente. A pesar de todo, untan el pan con la manteca, nada más que ¡porque tienen hambre!
Llegan los platos y empiezan a comer. Todos los comensales miran el plato con la milanesa de carpincho, esperando quizás que no sea una milanesa, sino la suela de alguna alpargata o zapato hecho con el cuero de ese animal. Se pincha la milanesa. “No gritó, buen signo”. Se corta la milanesa. “mmm”. Se mete un bocado en la boca y se mastica. “Bué…no está tan mal. Tiene gusto al olor de transpiración”. Todos prueban un poquito como para confirmar que lo que se ha dicho hasta el momento es cierto. Y así es.
Después de haber terminado de cenar, de haber comido postre, piden la cuenta. En ese tiempo laxo de necesidades satisfechas comienzan a preguntarse si hicieron bien en comer ahí. Se empiezan a fijar en las manos del mozo que les trajo los platos, en cómo cuando lleva la comida el dedo gordo se mete adentro de la comida; se fijan en que el cocinero no tiene ningún gorro que evite que los pelos y la transpiración caigan accidentalmente en la comida. Recién ahí, comienzan a fijarse en todas esas cosas que no habían notado antes por el cansancio y el hambre. Se retiran, con bastantes dudas respecto a si van a sobrevivir esa noche o si tendrán que correr al hospital local (¡Hospital local, por dios! ¡No hay una clínica cerca!) por la indigestión de alguno.
Llegan al hotel y se van a dormir. Se apagan las luces. Cada uno en la soledad de su almohada, y con la sugestión propia del que comió fuera de su casa y de su ciudad, empiezan a sentir distintos tipos de molestias inventadas. A pesar de esto, nadie dice nada.
A la mañana siguiente todos se sorprenden de seguir con vida. Se aprestan a desayunar y salir a hacer alguna caminata por algún bosque o cerro. Una vez más se suben al auto y luego de un corto periplo, llegan al inicio del camino que los llevará hacia el corazón de la naturaleza.
La preparación para esta nueva aventura no es menor. Se llevan una brújula, mapas, localizador satelital, linterna, espejos, ropa de abrigo, agua como para hacer crecer el nivel de un lago en un metro, calzado especializado, lentes, protector solar, fósforos, navaja de sobrevivencia y algún que otro libro explicando la flora y fauna de la zona. Infaltables son las cámaras de fotos y los teléfonos celulares. “Hay que estar preparados para lo peor”, se excusan.
Comienza la caminata. Poco a poco nuestros aventureros avanzan en el sendero muy bien demarcado. Lo que era un camino ancho y abierto, se convierte en uno angosto y cada vez con mayor vegetación. Se mueven en una sola fila, siempre por el camino marcado. Aventurarse tan solo un metro fuera de él, sería poner en riesgo la vida misma y la integridad del clan. Se oyen distintos tipos de pájaros cantando, el ruido del viento atravesando las ramas de los árboles. Poco a poco se escucha más el silencio que cualquier otra cosa. El sudor empieza a brotar de los poros de nuestros cansados exploradores. Se detienen por un minuto a recuperar el aire, beber un poco de agua y comer alguna galletita o fruta. Mientras admiran el espectáculo alrededor suyo a alguien – generalmente a alguno de los padres – se les escapa un “Qué hermoso, ¿eh?”. Tiran su mugre a un costado (envoltorios de plástico incluidos). Continúan caminando y a pocos metros más adelante se topan con el primer inconveniente: un furioso río corta su camino. Bueno...”furioso río”, no. ¿Podemos decir una “vertiente enojada”? Lo peor del caso es que no estaba indicado en el mapa.Con la mirada desencajada, el padre revisa una vez más la cartografía. Prende el GPS y busca algún indicio de puente para cruzarlo. No encuentra nada. Mira a su alrededor y con un papel y lápiz (que también habían llevado), se pone a hacer cálculos para construir un puente con las maderas circundantes, capaz de soportar el peso del más pesado del grupo: él.
Mientras tanto, uno de los purretes se atreve a hacer algo impensable: cruzar a pie el obstáculo. “¡Mirá, Pa! ¡Lo podemos cruzar caminando, no es muy profundo!”. El clan se aproxima para ver de cerca el suceso, mientras la madre pega un grito desgarrador diciendo: “Pero te estás mojando las zapatillas y el pantalón! ¿Quién saca esa mugre de la ropa después? ¡Te vas a enfermar andando mojada(o)!”. Una mezcla de desesperación y júbilo se apodera de ellos. Después de que el más valiente hubiere cruzado, el resto se anima a cruzar, extremando la cautela. En definitiva, cruzar esa vertiente era como caminar en una bañadera: cualquiera corría el riesgo de resbalarse y morir desnucado.
Continúan el ascenso y los pensamientos se funden con recuerdos de programas como “Sobreviví”, “A prueba de todo” y la película “Viven”. Ya no pueden caminar más y el camino hacia la cima se pierde en el bosque. Les duelen los abductores, los cuádriceps, las pantorrillas. Sólo han avanzado 500 metros y han caminado, como mucho, una hora y media. Empiezan a colarse ideas respecto a qué sucedería si la noche los toma por sorpresa en ese paraje inhóspito, bestial y salvaje. No les queda más remedio que seguir adelante para encontrar un sesgo de civilización. El paisaje ya no es “tan hermoso”, es “mas de lo mismo”. No tienen señal en ninguno de los celulares que llevan. Se cansaron ya de tomar fotos. Y, para colmo de males, no se han cruzado con ningún ser humano en todo el trayecto. En un momento se vé, a lo lejos, una casita. “¡BINGO! ¡El refugio!”. Apuran el paso y está ahí, ya no falta nada. Solo unos metros más. Empiezan a correr, sin darse cuenta que la inclinación del terreno transforma un metro en cuatro, aumentando proporcionalmente su cansancio. Las mochilas ya pesan. El aire les pesa.
Se escucha un ruido que viene desde atrás de ellos pero no le dan importancia. Se aproxima el ruido: son pasos. Pasos que se suceden rápidamente. Se empiezan a distinguir voces. De pronto, un grupo de cuatro pibes les pasan por el costado, como si hubieran caído en paracaídas en ese punto del trayecto. Ninguno tiene mochila, ni agua, ni brújula, ni gorritos para el sol, ni teléfono celular, ni cámara de fotos, ni navaja de mil usos, ni ropa de abrigo. Solo llevan puestos una remera, un pantalón corto y un par de zapatillas.
Al líder del grupo de jóvenes se le escucha gritar: “¡Vamos 15 minutos, tenemos que llegar antes de los 20! ¡VAMOS!”. Aceleran el paso y se pierden en el sendero.
Nuestro grupo de boy scouts se ve envuelto en una nube de polvo. Los corredores se llevaron consigo el sentido de aventura y la moral de nuestros porteños gone wild. Se aproximan al tan anhelado refugio. Trepan los últimos metros de la salida del sendero con los restos de dignidad que les queda y con cara de “aca no ha pasado nada” caminan (ahora sí) erguidos y orgullosos hasta las mesas colocadas en una especie de galería.
Se oye el ruido de un automóvil y, para su sorpresa, ven como un grupo de gente llega sin transpirar ni una sola gota, sin sufrir ningún percance, sin ningún dolor al mismo lugar que ellos. “La naturaleza no tiene piedad ni sentido de justicia” se le escucha balbucear al padre…
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