martes, 10 de marzo de 2009

Las Obras del Domingo

No hay día más pachorriento que un domingo. El domingo cuesta levantarse, cuesta lavarse la cara, cuesta preparar el desayuno – aunque sea unos mates, como en mi caso – cuesta hasta respirar…y eso que hasta ahí, estoy hablando de la mañana. Puede haber algunos planes para el día muy tentadores, pero arrancar…cuesta. A veces no puedo despertarme antes de las 11…y a veces no puedo despertarme después de las 8 de la mañana. Independientemente de la hora en la cual me levante, durante cada segundo del día, me acompaña la idea volátil y esquiva de volver a la cama.

Cuando finalmente me levanto y me voy afuera a darme mi primer dosis de cáncer de pulmón del día, observo a algunos vecinos que ya están cortando el pasto, podando alguna que otra planta, sacando yuyos, lavando el auto, baldeando la vereda, etc. Sinceramente los admiro. No solamente por el acto heroico de hacer algo…los admiro desde lejos, con las crenchas revueltas, camiseta y los ojos achinados por taaaanta luz (esa cosa conocida como ‘sol’), por una cuestión de generosidad vecinal…cualquiera que me cruce a esa hora y en ese estado, podría pensarse que el Yeti había cambiado sus hábitos de vida y buscaba climas más templados. No quiero asustar a nadie….y tampoco quiero que me saquen fotos que puedan aparecer en la revista “Muy interesante” bajo el título ‘El hombre de las nieves ahora vive en una quinta con pileta’.
Vuelvo a entrar al rancho, con muchas ganas de hacer nada. Pero ya me está picando el bagre, tengo hambre y lamentablemente un asado, una milanesa a la napolitana con fritas provenzal no crecen en ningún árbol – o por lo menos en los míos; tampoco puedo comprar en el super “comida espacial”, de esa que uno le echa una gota de agua y se materializa un plato completo de comida – con vaso y todo. ¿Qué hago? Nada…sigamos con el mate, ¡si el mate tiene un montón de propiedades alimenticias!

Tres de la tarde. Ya no me pica el bagre. ¡Me pica una anguila del tamaño de un elefante! Rescato unos bizcochos húmedos que iba a tirar a la basura…estaban pare el descarte, pero eso había sido dos o tres días atrás, en un momento en el cual no tenía hambre. Con mate, bizcochos y alguna que otra galletita tiro hasta la tardecita - noche.

A veces no tengo nada para cocinarme, porque me da fiaca hacer las compras y otras veces, hay comida, pero hay que recalentarla, o hacer alguna especie de magia para convertir en otra cosa la comida que vengo comiendo hace dos o tres días - nada más que porque sobró, porque cociné de más. Y ahí me acuerdo de mi vieja. Me imagino que todas las madres tienen esa habilidad de agarrar la comida que sobró y que viene sobrando de la semana y transformarlo en un plato completamente distinto. No es que le cambien la pinta, la presentación. No, de ninguna manera. Sus habilidades trascienden la estética: además de cambiarle la cara a esa misma comida que hace una semana está esperando su segundo momento de gloria en la heladera, a veces hasta la hacen parecer más rico. No nos engañemos: el domingo es el día de la pachorra, nadie tiene ganas de hacer nada. Ya lo dijo dios después de crear al mundo en 7 días: “Hoy no tengo ganas de hacer nada. Tengo fiaca” y no fue casual que eso lo dijera un Domingo.

Me acuerdo un domingo a la noche que le pregunté a mi vieja qué había de comer. “Menezunda”, me dijo. No sabía qué era la menezunda, ni qué tenía pero tampoco averigüé demasiado – mientras hubiera algo para comer, no importaba.

Llegó la hora de cenar. “A comeeeeerrrrr”, gritó mi vieja (con ese tono especial que tienen todas las madres a la hora de llamar a comer, que se escucha estés donde estés). Piyama de invierno puesto, bañadito, perfumadito, y arrastrando las pantuflas fui hasta la mesa y me senté a esperar que sirviera la menezunda. Me sirve el plato de comida y miro. Había: un pedazo de carne y un juguito oscuro como si fuera el jugo de la carne con el jugo de las verduras. Tenía algunos granos de choclo, zanahoria, algún que otro pedazo de papa, chauchas, cebolla. Agarro el tenedor y pruebo un bocado. ¡Estaba rico! Como un poco del juguito con un pedazo de pan y pinché los pedazos de zanahoria, las papas. ¡Impresionante! Ahí comenzó a surgirme la curiosidad. ¿Qué era la menezunda? ¿De dónde había sacado la receta? ¿Era difícil de hacer?

Todas estas preguntas se las hice a mi vieja, una detrás de otra y me quedé expectante esperando su respuesta. Esperaba algo como “...la saqué de un libro de comida africana. Esta comida la hacía una tribu de Zaire con los vegetales y tubérculos que podían cultivar, debido a la aridez de la zona en la cual habitaban. No le ponían necesariamente carne de vaca. A veces era pollo o alguna otra ave autóctona…”. Pero no. Su respuesta fue, más o menos, la siguiente:” ¿Te acordás que el miércoles comimos bife con choclo y zanahoria hervida? ¿y que el jueves papá hizo asado y había ensalada de chauchas? Agarré unas zanahorias, las doré en aceite y mezclé todo”. “Pero, ¿y el juguito este, tan rico?”, pregunté tratando de esconder mi desilusión por la explicación. “Y el nombre, ¿de dónde salió?”. “El juguito lo hice rehogando las cebollas con el resto de las cosas, le eché un poquito de agua y un caldito. Y el nombre…lo inventé”. Las últimas dos palabras quedaron rebotando en mi cabeza, vacía de ideas: “Lo inventé”. Después de que me recuperé del shock, pensaba “Las madres saben más de física y química que cualquier científico del CONICET o la NASA”

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