martes, 26 de abril de 2011

Noche para mi

Hoy me regalé una noche para mi. No lo planeé, ni fue mi intención. Simplemente salió. El cansancio quizás me haya ayudado a encontrar este momento, este estado mental y espiritual particular.
Correr, correr, correr. No hay un minuto que perder. Reuniones. Trabajo. Sociales. Sexo. Diversión. Familia. Información. Deberes. Cosas por hacer. Compromisos. Cosas dejadas atrás. Cosas a las cuales volver. Amores por ahí. Llenar cada minuto con sesenta segundos de distancia recorrida.
Palabras huecas que tiro y me tiran y llegan a oídos llenos de prejuicios, de ideas metidas con los años y la repetición; lugares y tiempos comunes; rebaño y cagones, mediocres y acostumbrados y la sensación para algunos de que es todo lo mismo y que nada vale la pena. Convencionalismos estúpidos que conducen a la nada, a una vida vacía y banal, a una meseta de emociones y sensaciones.
Y me acuerdo cuando era más chico, perdido en mi turbia adolescencia, en los miles de caminos que se abrían ante mi, sin saber para dónde salir corriendo. Miraba en una dirección, temeroso de que no fuera la correcta, o la aceptada. Y nunca importaba demasiado qué hiciera o hacia dónde fuera, la incomodidad estaba presente.
Un día, no sé bien cómo ni por qué, todo lo lógico y lo que debía ser desapareció. Empezaba a descubrir el mundo y a la gente dentro de él. Y el tiempo pasó y me demostró que ningún camino es del todo correcto o incorrecto, que los absolutos no existen y que todo cuanto me proponga es posible…más allá de todo aquello que unos u otros (o a veces uno mismo) nos imponen como límites. Y me di cuenta que estoy libre de todos, hasta de mi mismo.
Fui abandonando prejuicios para tener juicios. Y me animé a reconocer que no sabía, que no entendía o que no podía; me animé a pensar las cosas desde otro lugar; me animé a decir cuando algo me dolía, a usar la palabra “lindo”, a un “te quiero” y a un “te amo”, me animé a demostrarme vulnerable, a demostrar que las cosas me llegan, a sentir el dolor ajeno, a emocionarme, a decir las cosas en la cara, a no negarme a mi mismo.
Cada tanto, caigo en las pelotudeces de otros y me enredo en sus mambos y me caliento y me da bronca. Y me pongo a pensar en toda esa gente que alguna vez conocí o que pensé que conocía y los veo perderse en la espesura de un engrudo de nada. Los veo en sus avioncitos de orgullo e ingratitud, volando muy alto sin acordarse de que alguna vez fueron terrestres, que sus pies estaban en el piso (a veces hundidos en el barro) y que compartían tiempo y charlas con otros seres terrestres. Otros son golondrinas. No aparecen para compartir una charla, unos mates, no ofrecen demasiado sino justo lo necesario para pedir algo. Otros aparecen y se van, avergonzados de sus propias canalladas, sin tener los huevos necesarios para dar la cara. “Hombres de pacotilla, diríanse hechos con retazos de catecismos y con sobras de vergüenza”. A veces, encima tienen el tupé de reclamar una visita que nunca propusieron, una llamada que nunca hicieron, un mensaje que nunca mandaron. No los quiero en mi vida, prefiero la gente que está presente en todo sentido, en todo momento. Prefiero la gente que vale la pena.
Y no digo esto porque el tiempo sea dinero. El tiempo es vida y no quiero malgastarla. No me interesa ya satisfacer expectativas que no sean las mías, ni asumir como propios los objetivos de otros. Transito mi propio camino. Puede ser raro, inusual, inaceptable, incomprensible y hasta pelotudo para algunos pero…es mio.

(Escrito bajo los efectos psicotrópicos de un cóctel de mates, cigarrillos, cansancio y Counting Crows)

martes, 25 de mayo de 2010

Todavía

Me resisto a entregarme a la ironía, al endurecimiento de mi corazón, al renunciamiento de mis sueños, al tedio, a la rutina que aburre, a que todo me dé igual, a no sentir y a no soñar; me resisto a no pensar, a no ser libre, a no entregarme con pasión a lo que hago, a la indiferencia, al cinismo sobre el amor, a no tener fe, a pensar que nada puede cambiar, a la obligación de las cosas hechas sin goce, a no emocionarme con las cosas y personas que llegan a mi. Me permito que la música y las películas y la gente y las vivencias me hagan volar con sólo recordarlas.
Porque todavía creo, porque todavía tengo fe, porque todavía siento, porque todavía vale la pena, porque todavía es posible, porque todavía ¡estoy vivo!

domingo, 11 de abril de 2010

Te pido...

¿Qué serías sin un auto?
¿Qué serías sin una casa?
¿Qué serías sin ropa de marca?
¿Qué serías sin celular de última generación?
¿Qué serías sin lujos?
¿Qué serías si el dinero no tuviera valor?
¿Qué serías sin un puesto importante?

Te hago estas preguntas ahora, antes de que sea tarde. No hace falta “perderlo todo” para que te des cuenta de las cosas que realmente tienen valor en la vida. Y no hablo de “valor” en términos económicos, sino en valor Humano – porque eso es lo que somos en definitiva: H U M A N O S.

Entonces, antes de que desperdicies tu vida acumulando cosas que verás inútiles cuando estés muriendo en algún lado; antes de que con el último pensamiento que tengas te preguntes qué has hecho de tu vida te pido: que no juzgues por el auto, por la casa, por la ropa de marca, por el celular, por los lujos, por el dinero, ni por el puesto.

Tanto para el que tiene que juzga al que no tiene como para el que no tiene y juzga al que tiene.

Para juzgar hace falta conocer y para conocer hace falta ver más allá de los accesorios que adornan nuestra existencia.

El regalo más grandioso que tiene la vida, lo que más nos enriquece realmente, es la posibilidad de amar; es el afecto que recibimos de aquellas personas con las cuales – de una u otra forma y por el tiempo que sea – hemos compartido parte de nuestra humanidad.

Viví como si no fueras nadie, como si no tuvieras nada…como si la vida fuera solamente, para vivirla. No pretendas demostrar nada, sé todo.

lunes, 29 de marzo de 2010

Rueda Fugitiva

Cuando se nos roba, generalmente la primer reacción es la indignación, el sentirse desprotegido, desamparado. Máxime si el robo en cuestión ocurrió bajo amenaza con algún arma (blanca, negra, violeta, etc.).

El martes a la noche me robaron. No hubo violencia. No tuve que ser testigo del afano en sí. Pensándolo bien, más que testigo, fui post-igo. Ocurrió mientras yo no estaba.

Ya es sabido que soy un tipo raro pero ante este hecho no sabía si reírme, patalear por algo que ya había pasado o empezar a los gritos. Ninguna de las dos últimas cosas iba a cambiar nada, pero después de superar mi estado de sorpresa, no pude más que reírme y pensar.

La imagen de ver a tu auto sobre 3 ruedas en vez de cuatro ya genera una sensación difícil de explicar. Es una mayonesa de estupor, palabras huecas, pensamientos huecos (del estilo “¿Cómo puede ser?” o “ ¡No lo puedo creer!”. ¡Creélo flaco, estarás corto de vista pero le falta una rueda!). Cuando uno se va acercando reconoce que es su auto, pero quiere negarlo. Está en el lugar de su auto, tiene la forma de su auto y tiene la patente de su auto…aunque recordáramos haberlo dejado con los cuatro zapatos puestos. ¡Oia! Tiene la tirita en la antena como el mío. Uy…creo que…¡ME AFANARON UNA RUEDA! ¡Pero si está estacionado sobre una calle transitada! – pensé. Estos razonamientos tardíos no sirven para nada. Insisto: para nada, ya pasó.

Tuve un viajecito de una hora como para pensar en lo que había pasado y, como generalmente pasa a los que estamos acostumbrados a escuchar que le afanan a todo el mundo, me puse a pensar en lo buenos que habían sido los malvivientes conmigo y cosas inútiles que uno hace porque…es un iluso.

Hay que destacar que los pícaros que me robaron la rueda (seguramente porque tienen hambre y la iban a cambiar por un plato de comida en algún restaurant (de puerto madero) o porque habían pinchado y no tenían auxilio para su auto), tuvieron las siguientes consideraciones con este bípedo de corta estatura: dejaron las tuercas perfectamente ordenadas al costado del auto, como para que no las pateé algún peatón que casualmente pasaba por allí; apoyaron el auto. Si señores, lo apoyaron, nada de andar tirándolo o ponerle un taco de madera o algún otro material…no sea cosa que alguien vaya a pensar que son desprolijos. Más allá de un leve bollo en la chapa producto del esfuerzo de su trabajo para levantar el auto (¿vieron? ¡Se esfuerzan!), no hubo otros daños.

Una de las cosas estúpidas que hice estando parado al lado del auto, fue parar a un patrullero. Mientras le hacía señas para que parara pensaba, “¿para qué los paro?”

- Buenas noches. Sargento Sarasa, para servirle.

- Me afanaron la rueda.

- Veo. Es bastante común en la zona. Ésta no es mi jurisdicción, espere que llamo al comisario Pendorcho de la comisaría #87897, que es la que tiene jurisdicción.

Yo estaba parado tratando de comunicarme con el seguro, haciéndome la misma pregunta que cuando le hacía señas al patrullero: “¿para qué llamo al seguro?”

Desistí de comunicarme con el seguro y escuché lo que decía el Sargento Sarasa, acompañado de “alguien” a quien bautizaremos “Robin” (y no porque sea una maravilla, sino por su tamaño y su voz finita que solamente fue audible cuando dijo “Sí, señor”).

El sargento explicó que ese tipo de afanos son comunes y que “los tipos” se llevan alrededor de diez ruedas por noche. “La deben vender a $700.- Imagináte, 7 lucas por noche. No está mal, ¿eh?” – casi como rumiando la idea de la oportunidad que se estaba perdiendo teniendo un trabajo de sueldo fijo. Después empezó a explicar cómo lo hacían: vienen con un auto bueno, para no levantar sospechas. A veces usan un crique, otras – como parece ser en este caso – se paran dos o tres tipos, levantan el auto y en dos minutos se las llevan.

Ya con el Sargento Pendorcho y su compañero parados, despedimos al Sargento Sarasa y a Robin, que partieron rumbo a su jurisdicción (dos o tres cuadras más allá). El Sargento Pendorcho me explicó que si hacía la denuncia del robo, el auto tenía que quedarse 48 horas en la comisaría para realizarle las “pericias”. “Si el seguro no te pide la denuncia, no te conviene hacerla. Es más un dolor de cabeza que otra cosa”, dijo. Mientras me decía esto, pensaba que aunque ellos supieran que se robaban alrededor de diez ruedas por noche, las denuncias por este tipo de cuestiones menores deben ser a razón de diez a una, reduciendo la estadística de robos a algo cuasi insignificante. Ergo, es un problema por el cual no tiene sentido preocuparse o realizar tareas preventivas.

Ahí entendí para qué paré al patrullero: para que me eduque.

viernes, 1 de enero de 2010

Tiempo

“She whispers what will we do of time?”

Qué importa más, ¿el tiempo transcurrido o el valor de las cosas vividas?

Desde hace algún tiempo (paradójicamente – ¡tiempo!), consciente o inconscientemente me hago esta pregunta.

Cambios repentinos y no tan repentinos de dirección, de parecer, de pensar y de sentir. Las consecuencias de esos cambios; heridas que se abren en un lado mientras se cierran en otros al mismo tiempo. Esperanza, desilusión, música, silencio y palabras, muchas palabras que salen a borbotones de mi boca, de mi cabeza, difíciles de ordenar. Una barrita de progreso que se desplaza de un lado hacia el otro, angustia, satisfacción y placer y una bifurcación de caminos. No tomo ninguno de los dos e invento otro nuevo, que no figura en el mapa.

¿Cuánto importa el tiempo?, me pregunto. Nada, me respondo. Sin embargo el tiempo es lo que socaba mi espíritu en ciertas ocasiones. Por mi impaciencia, por mi ansiedad innata. Quizás tengan que ver con lo finito de la vida, con el hecho de que sé que mi tiempo es breve, brevísimo, fugaz. Es por esta falta de tiempo que considero que debo aprovechar cada minuto que respiro, cada sensación, cada momento compartido o en solitario. Sacarle el jugo al tiempo, a las cosas vividas. Ahora...si no existiera el tiempo o si el tiempo que tuviera lo supiera largo, inagotable, no me preocuparía, quizás, en aprovechar cada momento.

Sentir es estar vivo. Sentir todas y cada una de las cosas, desde lo más bonito hasta lo más feito. Sentir en sí no tiene tiempo. Creo que a veces decidimos anclar en un sentir. Nos quedamos en el sentir, pero nunca en el tiempo. El tiempo sigue transcurriendo, mientras que el sentir crece o disminuye. La cantidad de tiempo no tiene nada que ver con el sentir, pero a más tiempo en un sentir, más cosas sentidas y vividas, más chances para que la melancolía meta su cuña cada tanto.

Sentir tiene valor per se. El tiempo no. El valor del tiempo depende de qué uso hagamos de él. Sentir se alimenta de sentir...El tiempo, además de implacable, imperdonable y todos los “im” que se les ocurra...es inerte.